Cuando me fui a Nueva York no tenía la más remota idea de la manera en que la música vendría a suponer otro desvío en la ruta que me había trazado. Iba a realizar estudios graduados en Antropología. La música siempre estuvo presente en mi vida, pero nunca me había planteado, en aquel momento, escribir canciones, mucho menos cantarlas para un público. Sí, escribía poemas, en una libreta que solo leía yo y mis amistades más íntimas. Pero eso comenzaría a cambiar, imperceptiblemente, sin darme cuenta.
Buscábamos, mi amiga y yo, un lugar donde mudarnos en Manhattan. En la ingenuidad de aquellos años, incluso soñamos con conseguir un lugar en el Village. Luego de vivir unos meses en la Calle 4, donde solíamos asomarnos por la escalera de incendios que usábamos como balcón a observar la actividad en aquel famoso barrio, encontramos un edificio en desuso, vacío, en la Calle 10 entre Quinta y Sexta Avenida. En nuestra locura, no recuerdo de qué manera, juntamos un grupo de amistades y "tomamos" aquel lugar. Mi amiga y yo escogimos un apartamento en el tercer piso y nos dimos a la tarea de arreglarlo; pulimos los pisos, pulimos y barnizamos una pared de ladrillos en la sala, arreglamos puertas y ventanas, baño y cocina. Era muy pequeño, pero agradable, cómodo para dos jóvenes estudiantes, y en un lugar céntrico y envidiable. No podíamos creer nuestra suerte. Y desde allí podía ir caminando a la universidad donde cursaba mi doctorado, y a la sede de Claridad Bilingüe, donde ya trabajaba como reportera.
Pronto el dueño del edificio nos reconoció como inquilinos, contrató un "super" -un boricua locuaz y alegre- instaló calefacción, y nos puso una renta muy generosa para nosotros. Otros amigos ocuparon de la misma forma otros apartamentos, así que construimos una comunidad activa, en la que nos reuníamos continuamente a tejer bufandas y gorras, o a escuchar música, o a jugar ajedrez en la escalera de entrada al edificio. De hecho, mi amiga aún vive en ese mismo apartamento con su pareja.
Tampoco recuerdo cómo, pero un día apareció un piano de pared, bastante usado, y de manera milagrosa lo pudimos subir por las escaleras de aquel edificio y colocarlo en mi cuarto. Lo que son los amigos. ¡Tenía un piano! Allí reviví mi amor por el piano, un poco desafinado pero no importaba. Compuse una primera canción, que solo existe en mi memoria, porque nunca la grabé ni la escribí. Era hermosa. Todavía de vez en cuando me la canto, para no olvidarla.
Algunos de nosotros, entre los que se encontraba mi hermana Coqui, nos íbamos a una esquina del Village, a par de bloques al sur de nuestra casa, abríamos la caja de la guitarra, que siempre me acompañó, y tocábamos y cantábamos canciones de un repertorio variado. Guitarra, bongó, maracas, güiro y voces en armonía, nos servían para cantar canciones, lo mismo de Rafael Hernández que de Piero, de Bobby Capó o de Víctor Jara, de Antonio Cabán Vale, en fin, de todo el espectro de nuestro acervo musical de aquel momento.
Una noche pasó por allí el dueño de The Olive Tree, ubicado en la calle MacDougal, a unos pasos de aquella esquina. Cuando terminamos, nos llevo a un local contiguo al suyo, donde nos convidó a escuchar música del Medio Oriente, porque encontraba similitudes entre lo que hacíamos y lo que ellos tocaban. Esas cosas que pasaban en Nueva York en los setenta, cuando el mundo era distinto. Al despedirnos, nos enseñó un sótano que tenía debajo de su negocio, y nos dijo que era perfecto para nosotros. Así nació El Batey, nuestro café teatro en el centro del Village. De manera que, nuevamente, tomamos aquel espacio, y lo convertimos en un centro de reunión de amigos, donde cantábamos, bailábamos y resolvíamos los problemas de la humanidad.
Allí, una noche, inesperadamente, apareció, bajando aquellas escaleras, Antonio Cabán Vale. Todavía no conocía a Roy Brown, pero faltaba muy poco.
Querida, leerte es imaginar Nueva York en esa epoca de los 70, la musica siempre presente, tan vital como el aire, primero para tener espacio espiritual para la nostalgia, la profunda tristeza, la rabia que me impulsaba a denunciar el genocida regimen militar en mi Chile ensangrentado, la musica que me enseno las luchas de Puerto Rico y Nicaragua Y El salvador y Guatemala...no imagino la vida sin la musica y los musicos y musicas que entregaron y entregan su vida para cantar la verdad, la justicia, el amor para devolvernos la esperanza y validar lo vivido y lo sufrido...para ser testigos y regalarnos ese balsamo de notas musicales que curaron tantas heridas. Gracias por compartir estas vivencias que espero…