Hoy me preparo para mi concierto en Bellas Artes. Mientras organizo lo que debo llevar en el bulto, me detengo un momento para reflexionar sobre el camino que me trajo hasta aquí.
Nací en la música. Mi mamá y mi abuela me cantaban canciones de cuna, que luego cantaron a los cinco hermanos que nacieron después de mí. Ay turulete, ay turulete, el que no tiene vaca, no bebe leche. Hablaban de un tal Paleto, que remendaba sus calzones con hilo prieto a la orilla del río. Esas imágenes se quedaron grabadas en mi mente. Y es que la palabra cantada te llega hondo. La madre querida que fue a buscar flores, Yo me imaginaba a mi mamá por el campo recogiendo flores para traerme un ramito de las mejores. Bellas y a veces enigmáticas imágenes se formaron en mi mente gracias a esas canciones y a sus voces.
Toda la vida la música nos alimentó. Las canciones infantiles del rico mangó y el cafetal, la voz de mi papá, suave y melodiosa, los discos que nos ponían en el tocadiscos, desde María Esther Robles hasta el Trío los Panchos, los conciertos del Festival Casals en la UPR, donde nos llevaban de niños, y más tarde, Doña Consuelo y sus clases de piano, nos formaron. Qué privilegio. Nunca me cansaré de decirlo.
Un día, mi tío Carlos Buitrago, que regresaba de Inglaterra -donde cursaba estudios doctorales- bajó la acera hacia mi casa con un disco de los Beatles bajo el brazo. Nos habló de este nuevo grupo que estaba causando furor en Europa, y que a él le gustaba mucho. Así, hasta los Beatles se escucharon en mi casa, cuando yo apenas tenía catorce o quince años. También llegaron a mi casa los discos de Raphael, que a mi papá le fascinaba. Fueron los años de las películas -un tanto cursis- de El final de Laura y aquellas canciones trágicas, como fue también el tiempo de las canciones producidas para el mercado juvenil, traducidas al español, del Club del Clan. Nunca me atrajeron demasiado, aunque una se las aprendía de tanto escucharlas en la radio.
Luego, ya en la Universidad, asistí a un concierto de un cantautor catalán que hacía canciones de poemas. Serrat me enseñó otro lado de la música. El encuentro con los discos de Violeta Parra que adquirí en La Tertulia, los de Víctor Jara, los de la Nueva Trova Cubana, empezaron a llegar a mis oídos y a seguir construyendo mi universo estético. Eran tiempos sin internet, sin Spotify, en los que los discos y los cassettes de conciertos grabados nos llegaban a veces por vía de amigos que compartían gustos musicales. Una buscaba lo que estaba más allá de la radio comercial, más allá de los boleros y las baladas, el merengue y el rock en inglés. Mi universo musical se amplió durante esos años universitarios.
Y entonces me fui a Nueva York. Allí fue, en realidad, donde comencé a componer. De eso ya he narrado algo. Mi canción Toda la vida es música recoge algo de esta historia. Hoy me toca la fortuna de cantarla con Fabiola Méndez, que la escogió para cantarla conmigo. Anoche, en el ensayo con ella, la cantamos y fue un momento hermoso. Salió como si lleváramos años haciéndola. Otro momento afortunado de los muchos que me ha tocado vivir. Realmente, no puedo quejarme de nada. Solo dar gracias.
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